Carmen Aguirre hizo todo a su manera. Vivió como hombre y se casó con una mujer. Admirada y temida. Sus funerales fueron apoteósicos, tal como ella lo pidió, y su nombre de guerra sobrevive hasta nuestros días: la Caimana
Era diciembre cuando Carmen e Hilda se casaron con juez y abogado y sin pedirle permiso a nadie. Era jueves. Era la década de los 60 y en Nicaragua gobernaba Luis Somoza Debayle. Hilda usó un vestido de talle estrecho y falda ancha, típico de la época; Carmen se puso pantalón, camisa y saco, y a la hora de la foto se llevó un cigarro a los labios. Su nombre era Petronila del Carmen Aguirre Ocampo, pero todos la conocían como la Caimana y ella quiso casarse como Pedro.
No había en la vieja Managua quien no supiera de la mujer que vivía como hombre, casada con otra mujer. La Caimana, la misma a la que vieron surgir de los escombros, ahumada de pies a cabeza, una de las tantas veces que el fuego consumió su fábrica de productos pirotécnicos, ahí en el Gancho de Caminos, cuando el mercado Oriental era un puñado de tramos cercados por el monte.
Creía en el horóscopo tanto como en los salmos y, valiéndose de conocimientos adquiridos en libros de herbolaria, curaba a los niños que le llevaban del campo. Era buena con los puños y con los negocios y bailaba casi tan bien como bebía, por eso en su extraordinario funeral no paró de sonar la música ni escaseó el guaro. Tampoco faltó la pólvora y su viuda hizo quemar 21 “cuetones” y 21 morteros en cada esquina de las 26 cuadras que separaban la casa del cementerio. “Dos veces 13, porque la Aguirre era supersticiosa”